A lo
largo de mi niñez siempre me llamó la atención un cuadro que mi abuelo
tenía colgado sobre el parrillero de su casa. Un afiche electoral,
que presumo data de los años 50, enmarcado en forma casera y adornado en el
extremo inferior derecho con una vieja calcomanía de la Lista 15. En él, un
Luis Batlle Berres sonriente, de gesto sereno y cabeza ligeramente inclinada,
presidía las reuniones familiares.
Con el
paso del tiempo, intenté desentrañar esa mirada, descubrir qué se escondía
detrás de esa sonrisa y ese aspecto de cantante de tango, pero sobre todo por
qué tenía su propio altar y era objeto de tanta consideración.
Recién
en mi adolescencia, luego de haber estudiado ese tramo de la historia de la que fue protagonista y las razones que lo
depositaron en el lugar que –sospecho- jamás imaginó que podía llegar a ocupar,
descubrí que la admiración que mi abuelo siempre le profesó –y aún hoy le
profesa- estaba más que justificada.
Me
encontré con un personaje fascinante: aguerrido,
tenaz, sensible, firme en
sus convicciones, un caudillo de los que ya no quedan («mi padre era caudillo hasta de espaldas», ha dicho su hijo
Jorge).
Descubrí, leyendo, investigando, preguntando, que tuvo una
infancia difícil; tras quedar huérfano –a los 3 años murió su madre y a los 11
su padre- se crió con su tío José Batlle y Ordóñez, convirtiéndose en su
hombre de confianza, y, de alguna manera, en su heredero político.
Descubrí
que fue electo
diputado por mérito propio antes y después del golpe
de Estado de 1933, que peleó contra la dictadura de Terra, siendo parte del
movimiento revolucionario que intentó derrocarlo, que corrió riesgos y que pagó el costo humano, económico y familiar de tomar el
camino del exilio.
Descubrí
que llegó a la presidencia de la República en forma inesperada, en ancas del destino, como consecuencia del
fallecimiento de su compañero de fórmula, Tomás Berreta, apenas cinco meses
después de haber iniciado su mandato. El 14 de agosto, se dirigió por cadena de
“broadcastings” a todo el país. Pronunció un largo y sentido discurso que más que un listado de
promesas y lugares comunes constituye una verdadera declaración de
principios: “Me he criado aprendiendo a posponer todo,
hasta la conservación de la propia vida, al bien del país -señala-, pero si ésa no hubiere sido mi escuela, me bastaría el afán
de merecer este párrafo de una carta que mi familia acaba de recibir de mi hijo
mayor: «Es por estas razones que tengo confianza en él, por haberlo visto
formar su familia y orientar a sus hijos a diario, es por todas esas cosas que
ahora me siento tranquilo y creo que lo único que debo hacer en estos momentos
es saber esperar, sé que no voy a esperar en vano y sé que dentro de cuatro
años, cuando mi padre deje el Gobierno de nuestro país, podré abrazarlo con
todo el cariño que por él siento y decirle que ha demostrado ser un buen jefe
de familia para nosotros y para todo el país». Y ahora, conciudadanos,
permitidme este recuerdo para el hijo lejano: «Si me oyes esta noche, ten fe
absoluta que he de ser con nuestro pueblo como he sido contigo»”.
Descubrí
en él a un fiel seguidor de las ideas de su tío, a un hombre comprometido con
el desarrollo industrial del país y la expansión de las funciones del Estado,
en sintonía con las corrientes económicas de la época, y la genuina convicción de
que "apresurarse a ser justos es asegurar la tranquilidad", como
señaló en otro pasaje de su discurso de asunción.
Descubrí
en él, y esto me interesa subrayarlo en tiempos de nihilismo político, a un demócrata sin fisuras, a un firme defensor de las
instituciones y de la soberanía popular. Una pequeña anécdota, narrada por el general Líber Seregni al periodista Alfonso Lessa para su libro “Estado
de Guerra”, no deja lugar a dudas. “Hubo un momento muy crítico en el verano
del 58 al 59, cuando se corrió la voz que el Partido Colorado no iba a entregar
el gobierno. Y que en el Ejército se estaba creando el apoyo para negarse a la
entrega del gobierno. Yo era coronel y me consta que algún desubicado –que
siempre hay- le planteó a don Luis la posibilidad de entregar el gobierno y don
Luis lo sacó a patadas en el culo (sic)”.
Descubrí
que fue un hombre de acción, pero también un comunicador nato, de pluma filosa
y lenguaje llano, consciente de la importancia de los medios de comunicación de
masas como formadores de opinión. No en vano bautizó a su diario Acción y a su radio
Ariel.
Hace
poco descubrí en una vieja revista Lea una entrevista a su viuda, Matilde
Ibáñez, tan entrañable como conmovedora. Me permito compartir con ustedes el final de la misma: “Cuando
murió Batlle, durante algún tiempo su escritorio quedó cómo lo había dejado:
lleno de papeles, libros, anotaciones, diarios, en un tremendo desorden que
sólo él entendía y que no me permitía tocar. Cuando al fin pude empezar a
revisarlo encontré allí un libro, junto a su lugar de trabajo. «El amor humano» de
Jean Guitton, abierto en la página que leí llorando, dice doña Matilde. Lo he guardado siempre y lo tengo aquí. Dice así: «La vejez nos lleva hacia el cónyuge. Necesariamente la
comunidad de vida se hace mayor por el alejamiento de los hijos, tan frecuente
en nuestra civilización personalista, por los achaques que nos hacen reclamar
el apoyo del otro, por el hábito casi animal de estar juntos. En este tercer estado
el amor carece de pasión, no es casi sentimiento sino más bien estado. Reviste
cierto aspecto de cosa sagrada, me atrevería a decir sacramental, porque el
tiempo transcurrido, la madurez alcanzada, la imposibilidad de seguir
acrecentándose, la aproximación del fin, le dan carácter de estabilidad. Es
amor que se recuerda, que se repite, que se encuentra nuevamente. En este
momento el amor se aproxima a Religión». Mientras lee su voz tiembla, los ojos,
serenos, brillan humedecidos. –Creo que fue la forma de despedirse- me dice,
con una sonrisa muy dulce”.
No hace mucho, mi abuelo me obsequió el
cuadro de Luis Batlle. Ese
que tenía colgado en su parrillero. Desde ese entonces, ya no lo veo con
curiosidad como cuando era niño, sino con admiración y respeto.
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